lunes, 21 de julio de 2014

INFILTRADAS EN LA CAÑADA REAL GALIANA




Tino es el último superviviente de sus compañeros de la adolescencia de "la Movida Madrileña", todos han muerto enganchados a las drogas. Provienen de buena familia, educados en colegios del OPUS, en una época en la que la desinformación y el sueño de la popularidad estaba en cada esquina. Con una mirada atrás Tino revive aquellos momentos y se estremece. 

Nuria Muela M-R. La droga rompe vidas. Mi tío era uno de los del grupo. Mi prima y yo queríamos conocerlo tal y como era, ir al poblado donde había ido tantos años. 

Quedamos con Tino en Conde de Casal a las dos de la tarde. Llegamos un poco nerviosas por todo lo que nos había dicho la gente, pero enseguida cogemos fuerza y ánimo. Nos dirigimos al bar “El cochinillo”, a hablar de cómo lo vamos a hacer. Nos presentan a Richi y Jose que también nos acompañarán al poblado. Nos cuentan que en ese bar se pasa de todo, que ni nos imaginamos cuánta gente consume, aunque no lo parezca por su aspecto o edad. 

Una vez relajadas y en confianza tras varias bromas, Tino nos dice: “vamos como si fuéramos a comprar droga, luego la tiraremos; ir a grabar es peligroso”, todos estallan a carcajadas, le conocen y saben que no se va a deshacer de ella y ellos quieren colocarse. Jose se va a quedar en el coche vigilándolo por lo que pudiera pasar y Tino y Richi nos enseñarán todo. Vamos en chándal, con moño y una gorra, fue el primer requisito que nos puso Tino para enseñárnoslo. Él en cambio va de traje beige, es “el patriarca” nos dice, e intenta convencernos de no ir, sin poder ocultar un sentimiento paternal hacia nosotras. Pasada una hora y media le terminamos de convencer y vamos a la Cañada Real Galiana. Debíamos bajar la mirada para que no se nos viese bien.

Empezamos a sentir la adrenalina; primero atravesaremos en coche el poblado entero, situado en la cañada, que es el cruce de Norte a Sur de España, utilizado antiguamente para la trashumancia y actualmente, tierra de nadie, ninguno quiere hacerse cargo. Es la ciudad sin ley. A la entrada vemos un coche de policía y según vamos avanzando otro. Nos cuentan que la policía es corrupta, van recogen su comisión, alguna dosis de regalo y se van.

Una calle entera forma el poblado, cuyo único fin es la droga. A ambos lados están las casas; sin conocerlo puede pensarse que son de chatarra construidas a mano, pero no es así; son casas, chalets de paredes blancas con el típico patio andaluz pero sin cuidar; casi todas tienen garajes o desguaces. Todas las mujeres venden; en todos los kioskos, estos sí de chatarra, venden; las puertas abiertas es señal de que venden y por la noche en todas las hogueras venden; aunque esto último no lo vemos.


Una gitana con una niña en brazos nos invita a pasar al patio
 
Hemos cruzado las fronteras al submundo. Mires donde mires hay alguien en una esquina metiéndose un pico, esnifando o fumando coca. Caras deshechas, miradas perdidas, tambaleándose de lado a lado, luchando por no perder el equilibrio. Niños en bicicleta haciendo caballitos, otros jugando en ropa interior o bañador entre las aguas fecales que recorren la vereda de principio a fin y sin embargo sus caras son felices. Vemos un hombre empujando un cubo de basura, nos explican que son “los secretarios” de los camellos, ellos hacen los trabajos sucios y a cambio les dan algo para calmar el mono.

Después de haberlo recorrido entero, volvemos a la entrada y nos bajamos del vehículo. A las puertas de las casas hay familias reunidas en corros, solo tienes que mirar para que te digan que les compres que “tienen de lo rico”. Entramos en una de ellas. Una gitana con una niña en brazos nos invita a pasar al patio, deja a la niña en el suelo y desaparece un momento, vuelve, coge a la niña, abre la puerta, la deja en un sofá y Tino pide su porción. 


Nosotras por un momento olvidamos nuestro cometido que es pasar desapercibidas y recoger información y nos ponemos a jugar con Susi, la bebé de 14 meses. La madre nos mira con desconcierto, pero rápidamente nos regala una sonrisa; sale a buscar alguna sustancia que le falta. Tino nos reprocha nuestro comportamiento, habíamos acabado sin la gorra, se la habíamos puesto a la pequeña y la teníamos en brazos acunándola. Era difícil asumir que seguramente esa criatura acabaría de esquina en esquina buscando a alguien para vender un gramo; parece no tener más de medio año, no deja de sonreír y sus ojos son verdes, penetrantes,,resaltan aún más con los pendientes “coloraos” (así es como llaman a los adornos de oro); lleva dos pequeños kikis y un vestidito de flores rosas, luce además dos collares, dos pulseras en una mano y en la otra una que se entrelazaba de la muñeca al dedo corazón. Al volver la madre, intento poner atención y no concentrarme en Susi. Ella se dirige a una estantería que hay a la izquierda de la habitación, en la cual hay unas cajitas de donde saca la coca que le han pedido, la pesa y la envuelve en un trozo de bolsa. Richi le pregunta si la puede probar, ella asiente y le pone un poco en la balda; él saca una tarjeta, lo divide en dos rayas, enrollan un billete y se lo esnifan. La pagan, ella se saca un monedero del pecho, le da el cambio, lo guarda y nos vamos. Era duro separarse de la pequeña.

Las gitanas son las mandadas, las que manejan la droga, son las tesoreras; entre sus faldas guardan grandes fajos de billetes de increíbles cantidades; los gitanos no se arriesgan, prefieren que la culpa recaiga sobre ellas; son las mujeres a las que encierran, ellos no quieren dejar su vida sumergida en la droga, en dinero negro, su paraíso; además no deben fidelidad a su esposa, son libres de compromiso y es impensable que se quede la mujer sola mientras el marido cumple su condena.

Los chicos quieren saber si es lo que esperábamos ver, contestamos que no, pensábamos que habría mucha gente en un cuarto oscuro drogándose. Tino me coge de la mano y me dice: “¿quieres ver eso?”, acelera el paso, cruzamos la calle; yo empiezo a asustarme, Tino pregunta a un hombre tirado en una esquina si se puede pasar, podemos, silba fuerte y se abre la puerta de una casa. Tino me aprieta la mano y me acerca a él, siento un escalofrío; era una habitación oscura, silenciosa, no había ventanas, alguna rendija, estaba construida entera de hormigón, pegada a la casa. En la entrada hay una mujer con heridas en carne viva en el rostro, el cuello y los brazos, es la encargada de abrir cuando dan “el queo” o “el agua” (el aviso de que no hay peligro).

El negocio se llevaba a cabo a través de una ventana de la cocina, protegida por barrotes, al fondo de la sala, como si de un establecimiento de comida rápida se tratara; tras la verja, una mujer grande con un gesto serio y seco es la que vende la mercancía. Nos dirigimos ahí, hay tres hombres sentados alrededor de una mesa fumando y pinchándose; por un momento me siento acorralada; hay otro tirado en el suelo, en la pared de enfrente y a la derecha, al lado de la señora encargada de abrir, un chico y una chica apoyados en la pared; rodeada de siete yonkis que no sé cómo pueden reaccionar, empiezo a imaginar cosas horribles, tengo miedo, parece una película de muertos vivientes. 


De repente se abre la puerta, se rompe el silencio y se oye: “¡Primi un cigarrito para la chica de la puerta!”. Toda la angustia se desvanece, me acerco para dárselo; nos mira con cara de agradecimiento a la vez que dice: “Sois nuevas por aquí ¿no?”. Es casi imposible pasar desapercibidas, a no ser que alguien vaya tan colocado que no enfoque bien. Ya han pillado la ración, la señora da unos golpes secos en la puerta y se oye un silbido, podemos salir; “gracias” digo al abrir. “¡Deja de dar tanto las gracias!” me reprende Tino. Luz, pero alrededor todo son sombras, sombras de unas vidas rotas y consumidas que no dejan de ser personas.

Vamos de nuevo a la entrada para irnos, donde estaba el coche de policía, para nuestra sorpresa, había una hilera de mínimo veinte coches, muchos de alta gama donde la gente sacia su ansia; increíble, cada cual más sorprendente. Consumir no es un delito y la policía no puede o no hace nada por solucionarlo. Finalmente confiesan que va gente de todo tipo, que realmente da igual la ropa que lleves mientras compres y les des dinero. Llegas, pillas, pagas y te vas. Nos quedamos paralizadas un momento observando, nos dicen que eso llama la atención, aún así pregunto si pueden grabar algo con el móvil o hacer alguna foto, dicho y hecho. Tino se acerca a un coche, me llama y me dice que le pregunte lo que quiera al hombre que hay dentro fumando heroína con el papel de plata. No tengo palabras, me avergüenzo, había ido para ello, pero siento que me sobrepasa la situación; Tino me anima y lo único que se me ocurre es cuánto consume; responde que lo que tenga, veinte euros, cuarenta, ochenta euros, lo que pueda. No puedo más, quiero irme. Nos despedimos y nos vamos.
 

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